PINOCHOS: MARIONETAS O NIÑOS DE VERDAD. Reseña



PINOCHOS: MARIONETAS O NIÑOS DE VERDAD

Las desventuras del deseo, de Esteban Levin
Bs. As., Nueva Visión, 2014. 304 p.

    El texto ya clásico de Carlo Collodi, Las aventuras de Pinocho, ¿puede ayudar a comprender la actual experiencia infantil? ¿Puede hacernos replantear los diagnósticos, pronósticos y síntomas de la niñez? Según el psicólogo, psicoanalista y profesor Esteban Levin, esas viejas historias exponen juegos, fantasías, miedos y dolores que iluminan los enigmas de la infancia y nos convocan a pensar lo impensado. Es así como establece un diálogo, desde lo terapéutico y desde lo humano, entre las vivencias del muñeco de madera y los nuevos Pinochos. El autor bautiza de este modo a los niños y niñas que nacen con una problemática en el desarrollo o en la estructuración subjetiva, que tienen alguna dificultad corporal-motriz, neurológica o genética. (p. 288).

    Desde el comienzo, Pinocho no coincide con el cuerpo de leño, no es solo ese cuerpo que limita y encierra la vida. Los chicos suelen desentenderse de esa carga por medio de lo lúdico: al jugar crean otra escena en que la fantasía puede ser real, aunque es de mentira. El desafío que abre el terapeuta es encontrar el juego que rompa las barreras de la soledad de sus Pinochos para acercarse, penetrar su mundo y lograr que la mirada deje de vagar sobre los objetos para fijarse en los ojos que esperan; la fundante interacción de dos subjetividades.

    Nos cuenta muchos casos de chicos que están prisioneros del movimiento vivén reiterado que los lleva incluso a golpearse sin registrar el dolor. Es esencial quebrar ese aislamiento para que aparezca el deseo de la interacción con el otro que permita crear subjetividad, dado que el niño se constituye a partir de la experiencia que vive y realiza con los otros. ¿Cómo lograrlo?

    Levin embiste contra los deshumanizados tratamientos habituales llevados adelante por superespecialistas que son capaces de diagnosticar y etiquetar en pocos minutos, sin compasión por los padres que viven la violencia de ese diagnóstico, ni el menor gesto amoroso o interesado por los chicos, que pasan a “ser” un TGD, un autista, un discapacitado. A esto seguirá un larguísimo tratamiento conductual con terapias cognitivas, del desarrollo, de entrenamiento. Levin se pregunta: “¿Es concebible hacer un diagnóstico de un niño pequeño en diez minutos? ¿Cuál es la crueldad que está en juego en aquel ‘soberano` que cree tener y ostentar el poder de diagnosticar? […] ¿Cómo orientar la incertidumbre parental?” (p. 25) “¿Quién es capaz de estigmatizar a un niño sin siquiera tratar de relacionarse con él?” (p.108)

    El autor se opone a quienes piensan la conducta y lo metodológico en una perspectiva técnica que determina anticipadamente la respuesta y cuál es la deficiencia según criterios estandarizados, ya que esto suele terminar “convirtiéndose en un adoctrinamiento hegemónico, en un claro ejercicio del dominio y el poder del cual los pinochos son un instrumento” (p. 51). Son intentos de controlar, vigilar y “normalizar” al
individuo del estilo de los analizados por Michel Foucault, pero que recaen en los más desvalidos, muchas veces en niños menores de tres años, víctimas propiciatorias de estandarización y dominación para el mercado global. Hay un ejercicio del poder sobre niños pequeños, que puede compararse con el comportamiento bestial del soberano que plantea Jacques Derrida, el abuso del que gobierna como una bestia -en estos casos, el médico o terapeuta que se empodera para victimizar a alguien vulnerable.

    La propuesta de Esteban Levin es liberadora porque respeta al niño y lo constituye como sujeto. No cree en respuestas preestablecidas sino que crea un espacio de resonancia que depende de la relación con el otro. Sostiene la idea de la plasticidad en su doble acepción, como la capacidad de recibir una forma nueva y la de crear una figura inédita al transformar el material. A nivel cerebral, la plasticidad cumple la función
de reparar y compensar lesiones, a partir de nuevas experiencias simbólicas. Entonces, el interrogante es cómo producir plasticidad si los terapeutas no son plásticos en su quehacer.

    En este enfoque, el consultorio se transforma en escenario para que Esteban y sus pinochos sean detectives, ladrones, soldados, constructores. Nunca se sabe de antemano cuál será la estrategia que funcione para cada uno, que puede ser diferente, en una negación al automatismo y la respuesta condicionada. De pronto durante el juego se abre una sonrisa o crece la carcajada, pequeños milagros inesperados. El humor, que surge fuera de lo calculado y lo rutinario, también es manifestación de un sujeto deseante. En las dramatizaciones son fundamentales los cambios de voz y la música, presentes tanto en canciones inventadas e interpretadas por títeres amigos, como en los ritmos o la utilización de instrumentos variados, recurso importante en el taller para adolescentes con trastornos severos del que el profesional participó en Campinas, Brasil. Estas representaciones construyen experiencias en las que los chicos pueden empezar a hablar de lo que les pasa, de sus miedos, de sus dolores, con el plus de la alegría con la que llegan a cada sesión.

    Nos cuenta que con Ariel, etiquetado como TGD, unos autitos que cobraron voz y vida fueron mediadores para el encuentro que siguió con juegos corporales de espejo, de gritos que son eco o de un llanto simulado por el psicólogo que convocó la expresión de ternura dormida del niño, una apertura emocional completamente nueva e inesperada.
En el despliegue de imaginación que es el juego, Juan olvida su lado derecho semiparalizado, convirtiendo el consultorio en un lugar de complicidad y representación de personajes. Juan puede existir por fuera de la patología, va más allá de las limitaciones del “vos no podés” – “yo no puedo”.

“Así, los niños-pinochos se van dando cuenta de que lo corporal no es lo mismo que ellos” (p.288).

    Por eso, piensa desde otro lugar la teoría darwiniana de la evolución del más apto: el niño denominado “discapacitado” demuestra una enorme capacidad de adaptación frente a las dificultades que se le presentan. Por ejemplo, quien tiene parálisis cerebral hace un gran esfuerzo para poder caminar e interactuar; un hipoacúsico, para comprender e imaginar lo que se le dice. Esto los sitúa como sujetos deseantes. No son los más aptos desde el punto de vista corporal-orgánico –el que marca la evolución de la especie- sino desde la plasticidad simbólica. Con esa increíble facultad plástica, pueden trasmutar, compensar y modificar sus dificultades para descubrir la posibilidad.

    Asimismo, cuestiona el concepto de inclusión: estos niños “discapacitados” están supuestamente integrados en la escuela, pero desintegrados, se les da un lugar pero se los expulsa de él. Aunque social, política y legalmente estén incluidos, en la práctica permanecen en un contexto de soledad, sacrificio e indiferencia. No pueden apropiarse de la experiencia escolar como lazo social y como transmisión de herencia cultural y simbólica. Viven “la exclusión de la inclusión”, como Pinocho, que no era un niño común ni un niño de verdad. Esta situación forzada también implica ubicar al niño como objeto. El autor no
rehúye a la polémica: pregunta cuál es el lugar de la escuela especial y si tiene que desaparecer; su respuesta es una firme defensa de este tipo de escolaridad dentro de un marco interdisciplinario que atienda a la singularidad de la problemática de cada chico y su familia. Si se respetan las diferencias, no se las debe anular en función del “ideal” de la inclusión masiva e indiferenciada.

    El lugar de los padres también convoca la reflexión de Levin. No es justo que deban aplicar pruebas para diagnosticar a sus propios hijos, agudizando su dolor sin contención. En otro caso, el nombre puesto por padres decepcionados a ese hijo que no es el perfecto, saludable y esperado se transforma en un estigma que se hace necesario modificar con un apodo, ya que “la imagen corporal supone la identificación con un nombre que nomina el cuerpo” (p. 173). El nombre del no-deseado denomina al síndrome o al déficit y tiene que cambiar y perderse para que pueda aparecer su condición corporal, gestual y subjetiva.

    Durante el tratamiento, el apodo comienza a identificarlo para los otros, para su familia, y a partir de allí el cuerpo será nombrado como sujeto y el chico podrá constituirse en una imagen corporal.

    En cada capítulo de los 36 que conforman Pinochos: marionetas o niños de verdad, Levin enhebra las aventuras del muñeco de madera con la problemática de los chicos y de los padres que se acercan a consultarlo.

    Más que un manual o tipología de casos, es una ventana abierta a la creatividad y a lo lúdico ante los diagnósticos que etiquetan y clausuran el ser, los juegos de poder ejercidos sobre los niños subidos de pronto a una siniestra calesita de terapias, entre otros cuestionamientos a posiciones habitualmente legitimadas, como el concepto mismo de discapacidad o de inclusión.

    Advierte sobre los riesgos de naturalizar la medicación en niños cada vez más pequeños, y los inconvenientes y el desasosiego familiar ante la medicalización de la vida cotidiana, intento de patologizar cualquier experiencia infantil como miedos, angustias, neurosis, o simplemente se trata de chicos traviesos.

“Cuanto más el otro decodifica a los niños y los coagula en una significación fija, menos les posibilita representar, jugar, hablar acerca de su historia y sus padecimientos” (p.218). 

    Por eso a veces el niño construye defensas que pueden llegar a la agresión, el desafío, los “berrinches”, como puesta en acto del malestar ante semejante invasión.

    Destaca la importancia de llegar al “paciente”, de tocarlo en su corporalidad y en su subjetividad, lo que él logra por medio del juego. Jugar les permite salir de sí, de su territorio, y ser superhéroes que pueden volar, o viajar a Marte, o morirse sin morir. Así logran ser otros donde los diagnósticos y problemas del desarrollo se terminan por eclipsar, o representar, o dan lugar a lo imposible.

    En definitiva, lo que Esteban Levin busca es devolverles la infancia, dar a esos pinochos la posibilidad de ser niños de verdad.

Mariana Scavuzzo


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