FIN DE AÑO - Cualquier semejanza con la realidad corre por tu cuenta

 

Hay cosas que no se discuten. Tenemos. Que. Despedir. El. Año. Si bien trabajamos juntas cincuenta semanas, los doce meses, y el 2 de enero estaremos subidas otra vez a la rutina laboral, la obligatoriedad de esas reuniones no se negocia. Pero para festejar, primero hay que superar ciertos desafíos. Coincidir las seis en una fecha ya es plantar bandera en la cima del Aconcagua. Y aún queda conquistar el Everest: definir el lugar. Pues este grupo lo logró, por increíble que parezca. Plantamos las dos banderitas y hoy es el gran día. A las 9, en una pizzería de Banfield.

Llego a casa pasadas las 7, después de la clase de spinning. Tranqui. Me llama la atención un cartelito pegado en el espejo del ascensor: “Por reparaciones, corte de agua hasta las 22”. Decime que no es cierto, por favor, Diosito, por favor.

Abro la ducha. Un chorrito mustio se ríe de mí antes de convertirse en gotas que rebotan en el fondo de la bañera. Golpeo la pared de la cañería, aúllo. Miro para todos lados. Veo el bolso abierto que dejé en el piso, en un minuto pongo jabón, champú, acondicionador, toallón y me vuelvo al gimnasio. Voy casi corriendo, el bolso rebota en mis glúteos sudorosos. La encargada se muerde el labio inferior cuando le digo que necesito ducharme. “Estamos por cerrar, linda”. Vuelo al vestuario, saco todo, y siento un zumbido en los oídos cuando me doy cuenta de que no puse las ojotas. Voy a tener que bañarme descalza. Abro la cortina. No quiero mirar. Dejo correr el agua y entro. Hago olitas con el pie para apartar un sachet de champú y el ovillito de una araña muerta. En unos minutos estoy afuera, con el estómago revuelto. “Mil gracias”, grito desde la vereda. Otra vez el rebote del bolso en el culo, ahora limpito.

En el palier, me ataja un grupo de vecinos que quiere juntar firmas contra la administración. “Mañana hablamos, déjenme pasar”, exijo. Tironean del bolso, a duras penas logro cerrar la puerta del ascensor. Entro a casa y el reloj de madera me grita que se me hizo tarde. Y en el baño, el espejo me grita que mi pelo es un desastre. Lo humedezco y le paso la planchita. Entra un mensaje de WhatsApp. Tomo el teléfono con la mano izquierda mientras el calor actúa. “En diez salgo, chicas”, dice Mica, y manda unos stickers divinos llenos de amor. Olor a quemado. Aynopuedeser, me colgué con los stickers. Suelto la planchita y busco en los estantes un aceite reparador. Mis manos saltan entre mil frasquitos desordenados. Lo encuentro, pero al sacarlo se cae una ampolla para el cutis. Junto los vidrios en una mano. No tengo dónde ponerlos, así que vuelvo a dejarlos en el piso. Corro. Busco papel de diario. Encuentro. Corro. Envuelvo. Tiro el paquetito al cesto. Me unto el aceite sobre las puntas chamuscadas. La magia funciona solo un poco.

Siguen sonando mensajes. Mis amigas ya llegaron a la pizzería. La voz me sale entrecortada al contarles por audio todo lo que me está pasando. Dejo el celular sobre la cama, doy una ojeada rápida al ropero y saco el vestidito negro, el que nunca falla. Busco un collar, aros, anillos y los guardo en la cartera, me los pondré en el remís. Las sandalias rojas, para levantar. Perfecto.

Llamo a una agencia para pedir auto. “No quedan unidades, es noche de viernes”. No necesito que me lo recuerdes, pelotudo, ya sé que es noche de viernes, la peor noche de viernes. Llamo a otra. Hay demora. Insisto y ruego hasta que acceden a mandar un auto en diez minutos. Respiro. Mica sube al grupo una foto: dos tablas de madera casi vacías sobre las que hay algunos restos de rúcula y queso. Me doy una última mirada en el espejo. Podría ser peor. Bajo.

En el remís completo el look. Gargantilla, un aro, otro aro, se me cae la tuerquita y la reputa madre. Resoplo y desaparezco tras los asientos. Ilumino la alfombra con la linterna del celular. Un chicle pegado, un papel de caramelo, un pedazo de plástico negro, pero ninguna tuerquita. El auto frena de golpe y mi cabeza se hunde en el respaldo delantero. “¡Estos pibes!”, escupe el conductor. Su mano extendida palma hacia arriba señala a un grupo de estudiantes que celebran el fin de la secundaria y están bailando y saltando en la calle que tenemos que cruzar. Como estoy a tres cuadras, decido bajarme y caminar. Me meto en el grupo multicolor. Glitter, alegría, música, y yo de negro y con cara de ojete. Me dejan pasar, en sus miradas noto un poco de lástima. Sigo, pero no va que piso en el hueco de una baldosa rota y se me despega el taco. Avanzo rengueando. Ya falta poco, allá está mi tribu, mi manada. Las veo, resplandecientes en el aura que da el encuentro distendido. Con un mechón de pelo quemado y un solo aro, chancleteo la sandalia roja entre las mesas hasta zambullirme en un abrazo grupal, de piel tibia, con perfume a gardenia. Las carcajadas desarman el nudo que tengo en la garganta y empiezo a reírme también. En el plato aparecen dos porciones de pizza calentitas, que las chicas guardaron para mí. Miro a cada una a los ojos, levanto la copa y el brindis me sale de las entrañas: “¡Por otro año juntas, amigas!”

 

Mariana Scavuzzo, diciembre 2021

 


Comentarios

  1. ¡¡MUY BUENO!! Vamos por las pizzas Mariana👏👏💃🍻🍻😘😘😘

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  2. A veces las cosas se complican , pero tuvo un final feliz ! Besos , Marian !

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  3. Muy buen relato.Mariana!!!Excelente descripción!!!Felicitaciones
    me sentí muy identificada!!!....cuántos obstáculos superamos para poder disfrutar una juntadita con amigas!!!...pero bien lo vale!!!es una caricia al alma un encuentro con amigas!!!

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  4. Genia!!!!!
    Y...así es la vida algunos días se complica pero las amigas siempre están y esperando con paciencia

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  5. Ja ja ja Me reí mucho con tu relato, Marian!!! Diciembre es así, repleto de actividades y surgen imprevistos... y no nos queremos perder nada... y terminamos agotadas, y... y... despeinadas (o con el cabello chamuscado) pero felices de abrazar afectos.

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