EL PASTOR


 

Salvó de un salto la cerca del corral pero al pisar la tierra húmeda se le aflojaron las rodillas. La lana de las ovejas tenía un brillo precioso a la luz del amanecer. Apretó los puños y se obligó a seguir. Caminó entre los animales, reconociéndolos, buscando al cordero elegido: el mejor alimentado, el que fuera grato a sus ojos, el perfecto. Allí estaba, todavía dormido al calor de los otros.

Lo levantó con ternura y lo llevó hasta el tocón de cedro. Acarició la lanilla suave, enrulada; tentó sus patas, jóvenes y fuertes, los cascos, el vientre redondo. En el cuello delicado encontró las arterias de la vida y las cortó de un solo tajo. Estaba hecho. Aunque el frío de la mañana todavía era punzante, el sudor le corría desde la frente y chispeaba sobre sus hombros mientras la sangre del cordero seguía goteando. Cerró los ojos con fuerza. Sin abrirlos, respiró y soltó el aire muy despacio, hasta que logró calmarse. Antes de partir, se esmeró en arreglar con la mano el pelo rebelde. Siempre dejaba sueltos los rizos oscuros que le caían hacia un costado -herencia de su madre-, pero hoy había elegido disciplinarlos con una trencilla de junco. Se ajustó a la cintura la piel de carnero; había buscado la más nueva, blanca y limpia. Ya era hora. Acomodó el cuerpito tibio dentro del morral y empezó a subir la cuesta.


El sol que moría bordaba ribetes rojos en las nubes, por encima del mundo recién estrenado. Antes de volverse a la choza, se acercó por última vez a contemplar la perfección de su ofrenda. Lo sobresaltaron unas palabras masticadas a su espalda.

—Te felicito, hermano, lo tuyo le agradó.

Giró apenas la cabeza. Abrió la boca y su voz fue un canto luminoso, triunfal.

—Sí, le agradó. Era mi mejor animal. Sin mancha. Cuando le cortaba el cuello sentía yo mismo un desgarro. Pero era para Él. Mi mejor animal.

El pastor miró a su hermano, que tenía la vista clavada en la tierra en sombras, y dejó de sonreír. Quiso buscar en el horizonte la respuesta a la pregunta que ninguno de los dos se atrevía a pronunciar. Por fin, habló, como en un suspiro.

—Hay cosas que nosotros no entendemos.

—Vamos a caminar un rato.

—Vamos, Caín.



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