UN PACTO CON ELLA

 


        

Para mí que fue el miedo a morirme. No encuentro otra explicación para haberme animado a dar el paso, para encontrarme a medianoche en el medio de la nada, con el block de notas en una mano y la linternita en la otra. Un círculo de luz se proyectaba sobre las palabras del conjuro. Me senté en la tierra y bajo un farol solitario empecé el ritual de invocación de “el de abajo”. Esperé. Releí el conjuro, en voz más alta. La humedad del suelo empezaba a traspasar la tela del pantalón. Resoplé y seguí esperando. Ya estaba por levantarme cuando algo crujió entre los árboles. Apunté la linterna hacia allí y la vi, espléndida, enfundada en un vestido que, desde el ruedo rojo, se volvía anaranjado para terminar amarillo en los hombros. No pude contener un grito:

—¡Mirtha Legrand! 

—Bueno, sí, en esta época me conocen con ese nombre.

—¡No lo puedo creer! —Bajé la voz—: ¡Pero ahora entiendo tantas cosas!

—¿Qué necesitás, querida? —Una chispa volvió fosforescentes sus ojos verdes.

Con el corazón latiendo fuerte, empecé a contarle para qué la necesitaba. Cuando le dije que era actriz me recorrió de arriba abajo de un rápido vistazo. Me interrumpió varias veces para hacerme preguntas -yo me sentía como los invitados a sus almuerzos- y, al enumerarle las obras en las que había actuado, se le escapó una breve carcajada que quiso disimular con una tos. Hice un silencio y proseguí. Con los ojos fijos en el pasto, le confesé mi temor ante la peste y la pandemia, el miedo a morirme sin lograr mis deseos más profundos.

—Hace unos días, en una videollamada, mi amiga Marcela quiso sacarme del bajón y me recordó las lecturas de la facultad, todas las versiones del Fausto que estudiamos en Literatura Comparada, y las fórmulas para invocar... bueno, para invocarte. Aunque es una locura, ella me alentó a intentar cumplir mis sueños, filmar esa película que nunca pude hacer, con…

No me dejó terminar. Sacó a relucir su mejor sonrisa y sus mejores ofertas: ya podía verme rodando con los grandes directores, protagonizando junto a las estrellas de Hollywood o de Europa… Entonces tuve que interrumpirla yo. Porque mi sueño era más chiquito pero rotundamente imposible, en esta realidad al menos.

—Esperá. La cuestión es esta: me hubiera encantado filmar una película con Alfredo Alcón. ¿Ves? Hasta a vos te sorprende. Claro, murió hace años. Imposible. Imposible, al menos, sin una pequeña ayuda —y le guiñé un ojo.

Un sutil gesto de desdén frunció el rouge perlado de su boca.

—Pero por favor, eso es sencillísimo. El querido Alfredo, gran amigo mío. ¿Cuál película te interesa? —Noté que de pronto le temblaba el mentón—: ¿No querrás sustituirme a mí en El amor nunca muere?

—Claro que no. Había pensado en Boquitas pintadas. Pero, ¿podrás enviarme a los años ´70 para participar en la filmación? ¡Sería fabuloso!

—Dalo por hecho. Además, vas a aparecer en los títulos para siempre. Cumplís tu sueño y lográs también la fama, todo por el mismo precio —y sus ojos volvieron a fosforescer.

—Genial, acepto el trato. Hablando de eso, ¿tendría que firmar algo? ¿Me mandás un link de Mercado pago? ¿Cómo sería?

—Despreocupate, tengo todo grabado aquí. —Hizo girar entre sus dedos un diminuto cubo negro—. Tecnología de otro mundo. Esto graba y reproduce de manera holográfica. Aquí tengo la prueba de que tu alma me pertenece. Cuando te llegue la hora, allí estaré para cobrarme lo mío.                  

Con un movimiento de pase de magia, engarzó el cubito en su pulsera.

Me indicó que me sentara y apoyara la espalda en el tronco de un árbol. Se levantó viento, un viento que se hacía cada vez más fuerte y se arremolinaba a mi alrededor. El corazón me latía en el pecho, en las sienes, en las muñecas, a punto de estallar. Apreté fuerte los puños pero apenas sentía las uñas clavadas en la piel. Y de repente me creció un calor en las entrañas que iba subiendo su intensidad, hasta que sentí que tenía el corazón en llamas. Me aterré. No podía continuar, no podía vender mi alma y condenarme al castigo eterno. Grité como nunca nadie había gritado, con el terror alimentando el grito:

—¡No! ¡No puedo hacerlo! ¡Mirtha, por favor, detené todo esto! Siento las llamas del infierno lamerme por dentro.

Al instante se calmó el viento. Ahora el fuego estaba en la mirada verde que me atravesaba:

—Así que te arrepentiste. Un clásico: primero piden, se comprometen, y después les da miedo el Otro, el de arriba. Pero yo no estoy para esos juegos. Con solo invocarme, desencadenaste una serie de acciones de las que no hay retorno. Tu alma ya está podrida, corrompida. Ya es mía. —No bien terminó de hablar, se volvió un punto de luz rojiza y desapareció.

Los días siguientes son apenas un recuerdo borroso, flashes en la tempestad. Inventé una conjuntivitis muy contagiosa para que nadie del grupo de teatro me molestara. Me miraba al espejo y no me reconocía, la cara deformada por el llanto. Volví a buscar refugio en una antigua compañía de la que había logrado alejarme. En los momentos de sobriedad, reunía las botellas en una bolsa negra y las dejaba en algún contenedor a dos o tres cuadras de mi casa. Viví en un estado constante de náusea y sopor, ahuecando cada vez más el sofá en el que me acurrucaba a esperar la muerte.

Un amanecer, o quizás un atardecer, se me volcó la botella de vodka sobre unos papeles. Eran los apuntes de la facultad, los que habían causado mi perdición. Los miré y la luz se fue haciendo lugar en mi mente. La injusticia de esa diabla seguía quemándome detrás de los párpados. Si yo no había hecho nada, al fin y al cabo. Llevé a un rincón todas las botellas -las vacías y las llenas- y me puse a buscar entre las fotocopias amarillas alguna salida redentora.

A las dos semanas, volví a invocarla. Busqué el mismo farol, la solitaria luz de mercurio en la mitad de la nada. El acero helado de la medianoche me traspasaba. Una fina columna de vapor salía de mi boca; la linterna bailaba de frío en la mano derecha, pero mi mano izquierda apretaba con firmeza las manijitas de una bolsa blanca. Ella se presentó imponente, como siempre, aunque sin la actitud seductora del primer encuentro. Había una nota burlona en su voz:

—¿Y, te arrepentiste? ¿Ahora sí te vas a animar? —Después declaró tajante, lastimando—: El precio ya lo pagaste.

Mis ojos se prendieron de una brizna de pasto que temblaba bajo el peso del rocío.

—No, no es eso. Necesito recuperar mi alma.

—Ya te dije que conmigo no se juega. Hicimos un pacto y debés responder por él. Aquí tengo la prueba —levantó apenas la manga del abrigo de piel natural e hizo bailar la pulsera en su muñeca.

Mi alma estaba en juego por un compromiso almacenado en un cubito que podía sostenerse entre dos dedos. ¿Cuánto pesaría? Se veía tan etéreo, negro y opaco como su contenido.

Con la voz quebrada, insistí:

—Dame ese cubito, Mirtha.

Jamás podré olvidar la sonrisa ladeada con la que me respondió:

—¿Y si no te lo doy, me vas a matar de aburrimiento con una actuación? Por favor, chiquita, ubicate y recordá con quién estás hablando.

—Cometí un error, pero me arrepentí enseguida. Ni siquiera estuve cerca de que mi pedido se hiciera realidad. Desde aquella noche no hago más que sufrir por un pecado que ni llegué a cometer, es todo tan injusto.

Su figura se hacía más y más grande a medida que se acercaba. Me temblaron las piernas, no pude sostenerme en pie y caí de rodillas. Su sombra me cubrió por completo. Abrió una boca que parecía un abismo y, enredadas en aliento infernal, me llegaron sus palabras:

—No es a mí precisamente a quien tenés que pedirle que se comporte de manera ética, por si no te diste cuenta. Como si no supieras quién soy. Vendiste tu alma con esos deseos imposibles de desafiar el tiempo y la muerte. No hay nada más que hablar. Tu alma es mía, ¡mía!

Me dio la espalda y comprobé que la carcajada del diablo era exactamente como la había imaginado.

Se iba. Tenía que intentarlo. Abrí la bolsita de plástico que tenía aferrada junto al pecho, saqué una cartulina, la desplegué y la llamé:

—Vení, diabla, fíjate si te interesa ver esto.

Se detuvo y giró con una ceja levantada. Tener su atención me dio confianza. Me incorporé y le hice frente:

—Mirá, mirá lo que tengo.

Le fui señalando las fotos de revistas que había recortado y pegado, como imágenes de santos paganos: el Dr. Favaloro, Patricia Sosa, Pupi Zanetti.  

—¿Qué estás haciendo? —su voz se afinaba.

—Mirá estas personas. Estos son seres luminosos que van a contrarrestar tu oscuridad. Margarita Barrientos, Santi Maratea, la Sole, Juan Carr...

—Fuera, fuera, apartalos…

Grité—: ¡Mirá! ¡Tengo la estampita de Facundo Arana!

Su aullido fue aterrador. Comenzó a girar sobre los tacos, la boca abierta. Continué, con todo el goce en la voz:

—¿Y sabés qué es lo que todos nosotros queremos decirte? ¡JUA-NA-ES-ME-JOR! ¡JUA-NA-ES-ME-JOR! ¡JUA-NA-ES-ME-JOR!

Seguí agitando la cartulina y gritando aunque me ardía la garganta. Ella se tapaba los oídos, se iba encogiendo sobre su vientre, se hacía más y más pequeña. Por fin, lo dijo:

—Basta de tortura, tomá lo que querías —Se arrancó la pulsera y me la arrojó a la cara.

Mantuve las imágenes como escudo hasta que se recompuso, me fulminó con la mirada y empezó a alejarse en silencio. Rengueaba un poco.

El próximo domingo voy a invitar a Marcela a casa para celebrar. Si se prende, hacemos maratón de películas argentinas en blanco y negro. Eso sí, ninguna, ninguna en la que actúe Mirtha Legrand.

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